Maranhao podría ser una maqueta a escala del Brasil que se juega en estas elecciones. Un estado del tamaño de Noruega con una diversidad de biomas que son cerrado, cocales y pura selva devastado en un 80% a fuerza de soja, vacas y minería. Los suplementos de economía hablan de dólares pero lo que se ve tierra adentro es pobreza, hambre y devastación de un lado, y del otro, pueblos indígenas en una activa resistencia por defender lo que queda en pie. En esta crónica un viaje hacia uno de esos pueblos, los awa guajá: garantes de que otra vida es posible en el mundo hoy.
Maranhao, Brasil, 2022.
Nada es verdad salvo la selva que está siendo asesinada. Anoto eso en mi cuaderno y camino por las calles de Auzilândia, un pueblo habitado por un puñado de gente que parece haber sido aislada por el ruido y la contaminación de un tren minero. Este lugar también era selva y ahora es un paraje hecho de calor y despojos: palmeras escuálidas; alguna que otra vaca blanca, pacíficas y demoníacas, pobres vacas, comiéndose los pastos que quedan entre la tierra seca revuelta; y hombres y mujeres y niños olvidados a la vera de negocios que se enuncian cada día más prósperos: sojales, ganadería, minería.
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En el Estado al nordeste de Brasil en donde me encuentro, Maranhao, el 80 por ciento de la selva ya no está. Eso quiere decir muchas cosas. Sobre todo que ahí queda un 20 por ciento que aún respira y late y sueña y crea y existe. Hermosa, feroz y rotunda. Repleta de hojas, lianas, raíces, hongos, plumas, escamas, piel, colmillos, aguijones, perfume, zumbidos, espesura, sudor; y cantos y gritos y sangre y latidos y ojos.
La selva viva está en un peligro terminal mientras la posverdad que la desaparece anuncia exportaciones y dólares a montones, acumulando pobreza y violencia.
350 kilómetros separan a Auzilândia de San Luis, la capital del Estado: una isla que se inunda con frecuencia porque para su construcción tapizaron con cemento una franja enorme del mar. Ahí está el puerto más grande de Sudamérica y hacia ahí, sorteando casuchas coloniales que se desarman, van las cosechas que salen de los campos que eran selva. Por el traqueteo, de los camiones caen algunos granos de la soja que va rumbo a China para alimentar cerdos de granjas industriales. A la vera del camino, a la intemperie del calor rajante, se apostan familias enteras con escobillones y bolsas: barren los granos, los juntan y se los llevan a sus casas para comer.
En Maranhao el agronegocio es dueño del poder. Dueño de la mayoría de las bancadas legislativas, los supermercados, los shoppings y los medios de comunicación. Tiene detrás a milicianos (grupos armados) y otros criminales locales y de San Pablo, Mato Grosso, Estados Unidos y Argentina. Redes poderosas que tapan la destrucción de la selva y de sus tantas vidas a fuerza de fuego y topadoras.
Mientras escribo es 11 de septiembre y asesinan a tiros a Antônio Cafeteiro Silva Guajajara que vivía en Tierra Indígena Araribóia. El tercero de esa etnia que matan en los últimos diez días.
Guardianes de la selva, así se llama el grupo de indígenas del cual esos hombres hoy muertos eran parte. Vigilan y defienden el 20 por ciento de la selva que queda. Resisten. Y algunos mueren porque lo que hay acá y en el resto del planeta es una guerra no de un país contra otro sino del empresariado rural y las corporaciones todas contra la naturaleza y por ende contra quienes viven en ella. Una guerra por el dominio y por el control de la tierra, de sus fuerzas vivas y reinos vivos que en los excels llaman recursos. Por la dueñidad de cada árbol hecho madera, cada subsuelo hecho metal, cada metro de tierra vaciada de animales y flores y frutos y lenguas. Vaciada de sí misma, destrozada, y puesta a producir.
Al googlear Maranhao aparecen dos cosas: las voces de los economistas a quienes ese modelo productivo les parece un éxito y los Lençóis. Un desierto de dunas blancas que se inunda de lluvia tres meses al año formando lagunas verdes y azules con pececitos que son una preciosura. El turismo va hacia allá, al único territorio que sobrevive a la voracidad que se come árboles, animales y personas -un desierto- pero de lo demás ni se entera. Ni de la selva destrozada ni de la selva viva con sus pueblos indígenas en pie.
En esa selva acechada viven los awa guajá. Unos 520 hombres y mujeres que a pesar de todo se resguardan (y nos resguardan) de la extinción. Desde los años 70 fueron forzados al contacto con el mundo blanco y a vivir repartidos en cuatro aldeas a la vera de ríos caudalosos, entre árboles inmensos y monos, tortugas, cobras, arañas, flores, mariposas e invasores.
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Maranhao es un estado enorme, del tamaño de Noruega. Las rutas para llegar tierra adentro son casi imposibles. Horas entre pozos sin garantía de llegar a destino. Por eso el transporte más seguro es el tren de la minera Vale. La empresa llegó hace unos 50 años con la dictadura y una misión de orden y progreso que en la tierra se dibujaba con cruces rectas de desmonte. Con el tren de Vale llegaron hombres que hoy se llaman empresarios pero que consiguieron ese título de propiedad robando tierra y matando a la mayoría que acá vivía. Desde entonces ese tren asesino es un monstruo de metal que recorre la selva abriendo paso a enfermedades y a sicarios. Una máquina de ruido infernal que perturba la vida de 130 poblados y comunidades por donde además esparce su polvillo tóxico.
Tomo el tren a las 7 de la mañana en la estación San Ángel, en las afueras de San Luis. Va lleno, está limpio y el aire acondicionado es fuerte. Las ventanas selladas sudan el calor de afuera y tapan de gotitas las imágenes escalofriantes que da la selva bajo ataque: árboles caídos, rebaños de vacas y miles de vagones de hierro rojo apostados a la vera del camino. Porque si bien tres veces por semana sale un servicio de pasajeros, el propósito de los 10.756 vagones y 217 locomotoras que a diario cubren 900 kilómetros sigue siendo el que lo fundó: transportar lo que se extrae de la mayor mina de hierro a cielo abierto en el mundo, Carajás, en el Estado vecino de Pará, hasta el puerto de San Luis. De allí a China.
Mis compañeros de viaje son todos silenciosos, lo contrario a quien tiene la prepotencia del cliente, como si estuvieran viajando de favor. Son trabajadores, abuelos y familias repletas de bártulos. Cada tanto abren algún paquete de comida, miran por la ventana o pispean los televisores que a todo volumen proyectan la película infantil Alvin y las ardillas visitan la selva.
Viajo cinco horas hasta Alto Alegre do Pindaré, ciudad escala hacia mi destino en Tierra Indígena.
El itinerario y encuentro con los awa guajá fueron posibles gracias a la ayuda de Inés, quien no se llama así pero no puedo dar más datos porque la pondría en riesgo. Defender a los indígenas bajo la presidencia de Jair Bolsonaro es peligroso, incluso para quienes tienen cargos públicos: así le pasó a Bruno Pereira, parte de Funai (Fundación Nacional del Indio) asesinado este año en el Vale do Javarí junto al periodista inglés Dom Phillips.
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La estación de Alto Alegre do Pindaré está sobre un montículo elevado rodeado de pasto. Hay caballos flacos, perros flacos y cuervos negros sobrevolando. El calor es húmedo, pegajoso.
El pueblo son morritos de casas humildes y un centro de unas cinco cuadras con ropa barata y chucherías. En muchas casas se ven pájaros coloridos encerrados en jaulas diminutas, también canteros con flores y motocicletas. Lo más sorprendente para un lugar que de turístico no tiene nada son unos diez hoteles que fueron creados para los trabajadores de Vale.
La empresa, que solo en 2021 generó 24 billones de reales más que el PBI de todo Maranhao (121 billones contra 97, según el último comunicado oficial, en 2019), trae a todos sus trabajadores de afuera. Hombres y mujeres jóvenes que pululan por el pueblo vestidos con mamelucos grises y azules, que de día llenan los restaurantes de comida por peso y cada tanto entran a los locales a comprar algo.
Me alojo en el hotel Betsan. Frente a la plaza principal, un cuadrado de cemento con un arco del que también cuelga, bajo el sol, un pájaro enjaulado que canta con desespero. El hotel tiene 8 habitaciones modestas ocupadas en su mayoría por trabajadores de Vale. Soy una huésped insólita dice Karen, la recepcionista. Muy gracioso tenerla acá, dice.
En otra habitación se aloja Maicon quien será mi chofer. Un chico luminoso y corpachón de 36 años padre de dos criaturas que dejó por estos días en San Luis. Maicon también fue trabajador terciarizado de Vale, manejaba sus camiones por el país pero ahora es chofer de Fetaema, la federación que representa a 7 mil trabajadores rurales de Maranhao, campesinos siempre bajo amenaza.
Conocí a Maicon gracias a Diogo Cabral que es abogado de la federación y sabe de los conflictos en estas tierras más que nadie. Su día a día transcurre siempre juntos: Maicon conduce miles de kilómetros para que Diogo llegue a quienes se quieren quedar en la floresta, en el río, en el campo vivo y por eso mismo están en peligro. Diogo tiene 38 años, ojos del color del río, raíces indígenas del pueblo tapuio, y una suavidad al hablar que contrasta con la intensidad de su trabajo. Ines y él son personas que devuelven la esperanza. Maicon también: es sensible, curioso y cree que un mundo mejor puede venir de un momento a otro.
Viajar con la ayuda de ellos es como tener un amuleto.
No hay más extranjeros que yo en Alto Alegre. Las personas me ven como algo exótico. Me señalan, me piden fotos, me invitan a charlar. Parece un lugar tranquilo.
-Pero no quiero que te confíes –dice Maicon mientras cenamos algo de lo único que venden por aquí: porotos, arroz, ensalada de tomate y lechuga; alguna carne, pescado, tripas de cerdo–. También hay prostitución, hay robos, hay drogas. Mucha gente de afuera. Muchas personas solas buscando diversión.
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La primera vez que hablé con los awa guajá fue en la pandemia, cuando decidieron hacer una denuncia pública por la inacción del gobierno frente a la covid-19. Varias cosas de ellos me resultaron fascinantes. Que sean cazadores recolectores. Que tengan prácticas de relaciones inter especie como amamantar cachorros de distintos animales que adoptan como un hijo más hasta que son adultos. Que sean contemporáneos a nosotros y coman y críen y vivan de un modo tan radicalmente otro. Que tengan parientes no contactados, unas 100 personas viviendo selva adentro sin ningún tipo de vínculo con el mundo blanco. Que los de reciente contacto, es decir quienes se vieron obligados a salir y a negociar con “nuestro” mundo, los cuiden mientras se cuidan y cuidan la selva para todos.
En los últimos años los awa guajá se organizaron internamente y erigieron líderes. Consiguieron algunas motos y cuatriciclos para moverse más rápido, y teléfonos celulares para pedir ayuda aunque sus números cambian con frecuencia por falta de pago. Construyeron casas de vigilancia en los puntos más altos de la selva y exigieron un sistema de educación que los
adentre rápidamente en el idioma en que se escribe una y otra vez su sentencia de muerte, el portugués.
La escuela resultó ser un lugar de conflicto. A pesar de la legislación y las normas que garantizan una educación diferenciada, específica, bilingüe, intercultural y comunitaria, no se respetan esas directrices. Los awa guajá pidieron aprender para conocer el funcionamiento del Estado y los derechos que tienen como también para registrar su propia cultura antes que sus ancianos mueran, pero ahora entienden que el sistema educativo no forma ciudadanos ni personas capaces de eso. Salvo por la voluntad de alguna que otra maestra que ha decidido acompañarlos con amor y cuidado, el sistema educativo es otra topadora. Todo lo que proponen les es negado: aprender en la selva, tener maestros indígenas, aprehender nuestro mundo sin perder el suyo. Este año diez profesores no indígenas que no han recibido ningún tipo de formación para desempeñar su trabajo han ingresado a sus escuelas. Y no hay planes estatales para brindar cursos de formación a profesores.
Por eso muchos de los awa guajá están convirtiéndose en maestros dentro de sus aldeas y se han animado a visitar San Luis para hacer una representación de sus rituales. Mostrarse, contarse, reconocerse en la mirada y en las historias de otros: eso también desean para no desaparecer.
Cuando meses más tarde de esas entrevistas a distancia, les planteé la posibilidad de visitarlos y se entusiasmaron porque quieren hablar y que les escuchen. Entonces seguí los pasos correspondientes: pedí permiso a la Funai pero en pocas horas me lo negó. Inés propuso una alternativa: podríamos encontrarnos en la entrada de la aldea, a la orilla del río.
Faltan dos días para ese encuentro y Tatuxa’a, uno de los líderes, me envía una foto tomada con un drone. Muestra que los hacendados abrieron un campo en medio de la selva, en la tierra indígena donde viven sus parientes, Araribóia. La imagen muestra vacas pastando en un agujero inmenso entre los árboles, es como si hubieran arrojado una bomba.
–Tenemos miedo. Los invasores están por todos lados. Encontramos mucha caza muerta. Árboles derribados. Y ahora esto. Es muy grave–, dice Tatuxa’a.
Sin la selva no hay oxígeno. Sin la selva no hay alimento ni medicina. Sin la selva se desata la red tejida por la biodiversidad que contiene lo que destejido serían mil pandemias. Sin la selva no hay lluvia: los árboles que hacen Amazonas exudan 20 millones de toneladas diarias de vapor que se vuelven ríos voladores que viajan entre vientos y nubes a toda América del Sur. Sin la selva no hay nada.
Así de grave es.
Comparto la foto con Diogo y él comparte estadísticas: Desde el 1 de enero y hasta el 31 de julio de 2022 su grupo registró 3 líderes campesinos asesinados en la selva, 118 personas amenazadas de manera directa, 183 conflictos agrarios como desalojos e invasiones.
–En Maranhao hay licencia para practicar cómo llegar de una manera más rápida al fin del mundo, y por eso es una amenaza para toda la humanidad–, dice Diogo.
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10 pollos frescos, 3 sandías grandes, 5 kilos de banana, dos bidones de agua, vasos, una bengala, fósforos, un cuchillo, servilletas. Maicon compra las cosas que debemos llevar al encuentro con los awa, yo voy hacia el río Pindaré.
El cielo está cargado de nubes gris azulado. Cuando el sol asoma, arde. El centro del pueblo está desierto. De las casas salen sonidos y olores de almuerzos familiares. En la calle sólo hay una fila larguísima de gente que espera comer por 1 real (20 centavos de dólar) los platillos que prepara Fetaema, la organización en la que trabajan Diogo y Maicon. Agricultura campesina contra el hambre que no deja de crecer en Brasil: 33 millones de personas la padecen todos los días.
El río es brillante y tranquilo, como una serpiente dormida. Hondo y plateado. Una criatura que sostiene la tierra y recibe su destrucción en forma de sedimentos cada vez más gruesos porque sin árboles las costas se derrumban, el río se ensancha y pierde vitalidad, nutrientes, hasta quedar como un cuerpo vacío de agua derramada.
Me siento sobre la arena junto a unos árboles bajitos. Huele a lluvia. Se me acerca una señora, Regina. Sesenta y dos años que parecen más, pelo cobrizo atado con un gancho, pollera roja y un delantal celeste encima. La voz aguda y chillona: “¿De dónde es?, ¿qué hace acá?, tan lejos, tan linda, qué bueno que se haya interesado por este lugar. ¿Puedo tomarle una foto, no me van a creer. Me avisa si necesita algo”.
“Me gustaría dar una recorrida por el río, ¿conoce a alguien que me pueda llevar?”, le digo y sin despegarse grita: “Neto, Neto, vení para acá”.
Aparecen entonces dos hombres. Uno flaco, alto, de piel finita como un arrayán, Neto. El otro, canoso y más ancho, se levanta la camisa para rascarse la panza y deja ver una pistola vieja con mango blanco que acaricia como si fuera un perro bravo.
–Qué raro ver gente de afuera por acá–, dice. Y se va sin esperar que yo responda.
Neto tiene una sonrisa estática y luminosa. Con él acuerdo dar una vuelta por el río, parar en la otra orilla, mirar un poco la selva. En su barquito con motor avanzamos solos por esas aguas. El viento se vuelve más frío, el pueblito se borra y me empieza a contar qué hay del otro lado del verde que vemos.
-Haciendas, y vacas y vacas y vacas. Y después Bom Jardim, así se llama de donde vengo. Vivía en una plantación antes, una roza.
Me cuenta todo lo que tenía. Frijoles, tomates, frutas. Gallinas y un cerdo también tuvo pero lo vendió para venir al pueblo. Dice que era un hombre rico sin serlo y que nunca iba al supermercado. Pero también que sólo a veces extraña y que no se arrepiente de su migración.
-Acá soy más libre-, dice.
Nos detenemos, bajamos del barquito y meto los pies en el agua fresca y transparente. Me pregunta lo mismo que Regina hace un rato: cómo voy a venir de tan lejos, para qué, cuánto me quedo. Cuando digo que estaré varios días me propone hacer un viaje a otra parte.
-Al paraíso.
-¿Cómo es? ¿Qué hay ahí?
-Todo hay. Yacarés y boas y monos y pájaros y pecaríes. Hay oncas también, jaguares. Y en el agua, no lo creería. Hay tortugas, hay rayas, hay muchos peces.
“Muitos”, dice arrastrando la u con la mirada negra toda iluminada como quien ve caer oro del cielo. Habla de peces, de surubíes y promete que llegan a medir como dos metros. Y al final dice que ese paraíso está en tierra indígena. Lo dice sin emoción, como si nombrara a un barrio cualquiera pero entiendo enseguida a lo que refiere: Neto es uno de los invasores que se llevan la caza de los awa guajás.
–A tierra indígena no se puede entrar, es de ellos–, le digo.
—Yo entro, sí puedo. Sé cuando no están cerca y ahí está todo. Todo lo que no hay acá: hay caza y hay pesca. Ellos tienen toda la selva, por eso, porque son inteligentes los indios.
–¿Le gustan los indios?
–Mmmm…No tengo nada en contra pero se quedaron con todo.
Empiezan a caer gotas gruesas y pesadas. Subimos otra vez al barquito. Ya no hablamos. El aire con lluvia es dulce como flores y frutas.
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El camino a Tierra Indígena Carú es corto en distancia pero largo por el estado de la ruta. Hay pozos, barro, hay que cruzar las vías del tren, sortear vacas.
Avanzamos en silencio. Cada tanto se escuchan pájaros y chicharras. Y cada tanto pasa el tren: un ruido a cuchillas sobre el metal, así suena. Todos los vagones van cargados del hierro que la minera Vale saca de ese cráter de sacrificio abierto para hacer autos, vigas, materiales: cosas, cosas, cosas.
Maicon es especial para encontrar lugares para hacer fotos y videos, sobre todo donde se vea que el tren es un monstruo. No me cuenta mucho de su experiencia trabajando para la minera pero en esa dedicación en la denuncia encuentro una sutil forma de venganza.
Bordeamos el pueblito llamado Auzilândia y bajamos hacia la costa diminuta del río frente a la aldea.
Nos reciben pequeñas mariposas amarillas, luego otras enormes azules y plateadas. El río es el mismo, el Pindaré, pero aquí está repleto de bichitos que se posan sobre la superficie y de remolinos que imagino hechos por la respiración de las criaturas de las que me habló Neto. Hay mosquitos de un tamaño que nunca había visto.
El plan es que yo cruce el río y Maicon, que no sabe nadar, se quede de este lado. Maicon arroja la bengala para anunciar que llegamos. El estruendo retumba en la selva como un cañonazo. Sacamos todo lo que traemos en el baúl y esperamos.
Por fin aparece Arapio Awa Guajá. Para mi apenas un adolescente, después me enteraré que nació en 1999 y que ya tiene tres hijos, para los awa es un hombre. Cruza el río a nado. No habla prácticamente en portugués, nos entendemos por señas, sonrisas y sonidos que hacemos en palabras que no existen. Cargamos la canoa y atravesamos el río.
Al otro lado están esperándome. Son 16 pesonas: Panỹxa’a, Arawyta’ĩa, Petua y su esposa Amaxika, tan jóvenes como Piranẽ y Hajkaramykỹa. Irakatakua, uno de los más mayores, que llega con anteojos negros. También vino uno de los mejores cazadores de la aldea, Takwarixika, junto con su esposa Jaharoa. Y Arakari’ĩa, una de las dos esposas de Hajkaramykỹa. Además de las lideranzas vinieron Amiria, hijo de Hajkaramykỹa, Itaxĩa y su esposa Takwariratỹa, Tatuxa’a y su hijo Takwarakỹa. Todos llevan el mismo apellido, el de su etnia: Awa Guajá.
Tienen plumas y collares, sus atuendos fueron pensados especialmente para hoy. También está Inés quien será intérprete y niños que nos miran mientras se bañan en el río. Nos rodea el verde más intenso que vi en mi vida.
Los jóvenes ponen colchones de hojas verdes sobre el suelo para sentarnos. Se acomodan frente de mí en semicírculo solo de hombres y uno a uno van presentándose. Estamos a la distancia que aún exige este virus, con cubrebocas de rigor.
-Hola, yo soy Tatuxa’a Awa Guajá. Soy cacique de la aldea awa y vivo aquí en la Tierra Indígena Caru.
Después se presentan Itaxĩa y Irakatakua, el hombre más grande con anteojos, que habla bajito y nadie lo traduce. Sigue Amiria pero apenas alcanza a decir algo cuando empieza a escucharse el tren. El sonido metálico crece hasta volverse una presencia absoluta, como una bestia hecha de ruido. Todos se miran. Dejan de hablar mientras el tren infernal pasa. Se mantienen en silencio por un tiempo que entonces me resultó una eternidad y, luego, cuando transcriba la grabación, descubriré que sí lo fue: 12 minutos.
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A un sonido como ese, repetitivo y taladrante que nos hace dejar hasta de hablar se le conoce como gusano de la mente: estímulo que se mete por los oídos y corroe el cerebro. Hay un cúmulo de evidencia científica que muestra que la exposición repetitiva a algo así afecta al sistema nervioso central y al cerebro, contribuyendo a un mayor riesgo de trastornos neuropsiquiátricos como el ictus, la demencia y el deterioro cognitivo, trastornos del neurodesarrollo, depresión y ansiedad. Problemas especialmente delicados en la infancia: bebés y niños no tienen la capacidad para anticiparse a un factor de estrés así y padecen las consecuencias de un modo que sigue en estudio.
Qué ocurre con este ruido a los felinos y a los monos, a los pájaros y a los peces, al río que siente caer sus laderas ensanchándolo cada día un poco más, lo saben los awa guajá.
-La tierra se desarma, los animales huyen, se escapan, y nosotros no podemos cazar y tenemos hambre–, explica Tatuxa’a.
El tren es, desde que existe, una vida peor para todos aquí.
Aún cuando se supone que Vale compensa dejando dinero. El Observatorio Minero explica que la empresa paga una alicuota del 3,5 por ciento a la Agência Nacional de Mineração (ANM). Desde 2017 por ley un 15 por ciento de eso debe ser destinado a los municipios impactados por la mineración, esto es que posean una ferrovía, un mineroducto o cualquier otra infraestructura. Migajas con una evasión calculada en 1,27 billones de dólares por año.
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Cuando el ruido cesa, Inés sugiere que cuenten su historia. Entonces habla Tatuxa’a. Tiene ojos negros, pequeños y rasgados. Viste una camiseta azul, un brazalete de plumas anaranjadas y un collar de semillas negras.
–Este territorio en que estamos es y fue territorio awá. Antiguamente todo era mata grande, una selva llena en la que no había invasiones. Pero cuando vinieron los karaí, los blancos, buscaron acabar con los territorios. Todo esto me lo contó mi madre que un día vino acá huyendo de ellos y cuando quiso volver allá todo era diferente.
Tatuxa’a dice acá y allá marcando con el dedo todo lo que nos rodea, lo que aún existe como selva y lo que hoy es pueblo y carretera.
–Todo esto era awa–, dice.
–Y el río se podía cruzar caminando –agrega Itaxĩa–. Pero a medida que pasa el tren caen las costas al agua y por eso el río cada vez es más ancho.
–Mi madre se fue y cuando volvió ya no había selva –continúa Tatuxa’a–. Los karaís iban con sus perros. Los soltaban para que nos ataquen, nos intentaban dividir. Mi padre también me contó historias. Todo esto era nuestro territorio.
Los mapas de deforestación de la Amazonia en Maranhão lo muestran. La zona de ocupación histórica de los awa alcanza desde el alto río Pindaré (a unos 500 km al sur) hasta el bajo río Pindaré donde nos encontramos. Es un río de 720 km de longitud que coincide con la Amazonia Maranhense. El 80 por ciento de la selva que ya no está era su territorio. Hace solo 50 años la floresta seguía ahí. En la región donde nació Itaxĩ, hace apenas 35 años, no queda ningún bosque. Los padres de Tatuxa’a son dos huérfanos de la región donde se encuentra la Tierra Indígena del Alto Turiaçu. Perdieron a toda su familia y reconstruyeron su vida solos, juntándose con otras personas en la misma situación.
En lengua awa decir territorio es igual a decir “lo que conozco”. La misma palabra.
Es caminando sobre el territorio que conocen, que se conocen y comunican y establecen relaciones entre ellos y con otros seres emplumados y mamíferos que habitan la selva. También con la temporalidad que no tiene la linealidad de la nuestra, los karaí.
Desde que entraron los primeros invasores en los años 70 el pasado y el presente se dibujan entre la selva viva y la selva muerta. Las violencias que padecieron sus abuelos y padres vuelven al presente cada vez que señalan la destrucción, cuando nombran a los invasores y a la minera. El horror es ahora. Pero también cuando vuelven a la selva viva, a esos recorridos, la vivencia del presente les devuelve las posiblidades que sus parientes trazaron para ellos.
Con el futuro también pasa algo curioso. En la cosmología awa los muertos no dejan la tierra del todo: sus ancestros van a un cielo pero bajan a comer al bosque, a donde ellos también bajarán cuando mueran. El futuro entonces se arremolina en ese tiempo sin tiempo de sus bebés y sus viejos, con su fragilidad y necesidad de cuidado y reparación.
–Los que atacaron a mi abuela, atacaron a mi mamá también. Los karaí tiran de atrás. Atacan por atrás. Los karaí matan a los padres de muchos. Los karaí nos matan.
Cuando Tatuxa’a termina, habla Itaxĩa.
–Alguien descubrió a nuestros parientes. Entonces los obligaron al contacto. Y después trajeron a los parientes para acá, los obligaron a quedarse quietos, a vivir en aldeas. Esa calle, este camino, todo era selva cerrada, como dijo Tatuxa’a. Algunos parientes quedaron perdidos, no vinieron juntos. Luego con esos karaí aparecieron las mulas de trabajo. Y así hasta el tractor desmatando. Los indios no podían hacer nada. Solo ver desmontar. Y cuando terminaron empezó a andar el tren. Los parientes entonces decidieron ir a ver y ya era todo descampado, ya no había nada. El tren entonces empezó a pasar, y trajo a los trabajadores y muchos de nuestros parientes terminaron muriendo. Muchos de tristeza. Porque es muy triste pensar y ver cómo era y cómo es ahora. Queda solo este pedacito donde estamos, que estamos defendiendo. Pero la destrucción está aumentando más. Duplican las vías, mandan más trenes. Dicen que eso es progreso. Pero, ¿cuál es el progreso en que se derrumbe la selva? Nada”.
Otro tren pasa. Otra vez nos silenciamos. Siento que el ruido ahora me reverbera en la garganta. Los 16 hombres indígenas miran hacia el frente donde estoy yo pero a la vez no hay nada. Lo que existe tiembla a sus espaldas. Toda esa vida que yo y los que son como yo no conocemos y de algún modo, solo con sostener nuestra forma de vivir, violentamos. Un lugar en el que no podríamos comer ni dormir, que necesitaríamos 200 vidas para entender, aunque toda nuestra vida depende de ello.
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El líder indígena y filósofo brasilero Ailton Krenak dice que vivimos en tiempos de violencia ontológica. Esto es, en una época donde todo está dispuesto para destruir nuestra capacidad para vivir en poesía, en mito, en una incerteza creativa y sacra.
En las aldeas awa el fin del mundo les muerde los pies hace 50 años: se mueren los viejos, se olvidan los rituales, ingresan falsas soluciones incluso de los mismos demonios que hacen de su vida este apremio. Como la minera Vale que un día les arma cursos, otro les da menos dinero del que debería o les construye casas diminutas. “Son casas en las no podemos poner nuestras redes para dormir, no entramos con nuestras familias, si nos balanceamos nos pegamos contra las paredes”, dice Itaxĩa y algunos ríen, con frescura y complicidad. “No entienden nada los de Vale. También hicieron un caserón de adobe con una cúpula en el medio que llueve encima por dentro. Dijeron que sería fresca, que no necesitaríamos de ventilador, pero no es fresca y en invierno es muy peligrosa. Hicieron esa construcción sin consultarnos como para indio genérico, no para los awa, si ni saben cómo vivimos o cómo queremos vivir”.
Otro demonio, el Estado que, aliándose con organizaciones no gubernamentales procuradas por la propia Vale para “mitigar los efectos” de su negocio, les dio animales domésticos para criar y maquinaria pesada para labrar la tierra. A ellos que si cultivan no tienen tiempo para ir a cazar -su forma ancestral de subsistencia- y que tienen una cosmovisión que incluye mapaternar lo salvaje incluyendo en sus familias cachorros de monos y de pecarís que anden perdidos en la selva. Las mujeres los recogen, los llevan a sus casas, los amamantan, los crían y devuelven a la selva más adelante. Cuando los hombres salen a cazar ellas los siguen, señalan a esos animales para que no los maten. “Nosotros no comemos lo que mama con nuestros niños”, dice Amiria.
A esta aldea el gobierno entró con gallineros, chiqueros, viveros, colmenas. Les robó tiempo, les impuso proyectos pero a ninguno le dio continuidad. Hoy todos esos proyectos a los que los awa guajá dedicaron su tiempo y entusiasmo se convirtieron en cosas, basura, restos olvidados por ahí.
También hay violencia en ese abandono. En los últimos meses el Estado ha incumplido sus obligaciones y compromisos. Interrumpieron la construcción de las aulas y les impusieron maestros que no están especializados en enseñanza indígena. Entonces los awa guajá interrumpieron las aulas y escribieron notas para institucionalizar sus reclamos. Algo similar ocurre con la atención de salud: el Estado tiene un médico para todas las aldeas que están a cientos de kilómetros de distancia.
En el último tiempo el gobierno también cambió a su intermediario oficial. Quitó a Daianne Veras Pereira, la coordinadora del Frente Etnoambiental que trabajaba con ellos, y puso sin consultarlos a Elton Henrique Sá de Magalhães, un hombre sin ninguna experiencia con estos pueblos.
–El gobierno lo colocó pero él no sabe de nuestra comunidad y nosotros no lo aceptamos. No queremos recibirlo. No es una buena persona. Estuvo procesado. No lo queremos acá. Nuestra comunidad no quiere. Hay un protocolo de consulta y respeto que no fue cumplido–, dice Tatuxa’a.
Un mes más tarde me contarán por WhatsApp que con sus flechas lo expulsaron de la reunión. Y otro mes después que Elton Henrique Sá de Magalhães ingresó a sus tierras sin pedir permiso y prendió fuego su casa de reunión.
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Inés propone un recreo para comer. Se acercan las mujeres con bebés y niños. Repartimos las frutas y comemos en silencio.
Cuando se encuentran entre sí con la mirada, cuando hablan en su lengua, cuando Inés y yo quedamos atrás como si fuéramos un poco invisibles, se los ve a ellos siendo ellos. Con la fuerza de lo que defienden.
En la pausa Tatuxa’a me muestra las artesanías que hace. Le compro un collar y una pulsera de cuentitas anaranjadas, azules, amarillas y verdes. Nos tomamos una foto. Le agradezco la confianza de atenderme y recibirme por acá. Es tímido pero se nota que está a gusto con que esto suceda.
El remanso dura poco. Pasa un barquito con motor por el río y se aposta en medio del agua. Recién cuando los más jóvenes se acercan, se aleja. Entonces les cuento que conocí a un invasor, no un miliciano ni un hacendado, sino un hombre pobre que siente que la selva también es suya, que tiene derecho a entrar y les pregunto qué piensan de ellos. Tatuxa’a responde:
–Los karaí tienen sus reglas, nosotros tenemos las nuestras. No se puede pescar acá. Nosotros no vamos a la ciudad a robar sus cosas. Si lo hiciéramos los karaí nos atacarían. Nosotros no los atacamos: les avisamos, les decimos que estamos haciendo vigilancia, sin pelear. Así es como nuestro trabajo se está haciendo. Es nuestro trabajo ser guardianes. Algunos nos escuchan y nos muestran carnets y dicen: “yo puedo pescar en cualquier lugar”. No respetan nada. No nos respetan a nosotros. Tiran sus redes y no dejan a los peces pasar. Y nosotros precisamos peces. Matan a la caza, quitan las frutas en nuestro territorio. Cuando estamos cara a cara ellos nos dicen “ustedes no quieren que entremos a sus tierras, ¿por qué entran ustedes a las ciudades?”. Pero no es lo mismo. Ellos están acá robando. Nosotros vamos a la ciudad a comprar alguna cosa. Si nosotros estuviéramos robando en la ciudad, ¿usted cree que no nos matarían? Con certeza que sí. Ellos entran, cazan, y no entienden. Los blancos no entienden.
–Sin embargo nosotros los entendemos a ellos –dice Itaxĩa–. Nosotros entendemos que muchos no quieren matarnos. Solo que no tienen para comer. No tienen dinero. En la ciudad no se come sin dinero. Nosotros entendemos que hay muchas personas pobres que precisan alimentarse, tienen familias que sustentar. Y que vienen a hacer eso a tierra indígena. Pero ahí es el gobierno el que tiene que darles. O Vale. Vale también destruye sus territorios. Invade también los poblados pasando por ahí, podría hacer algunas cosas que mejore la vida de ellos también”.
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Nos despedimos. Tomamos una foto grupal. Tatuxa’a pregunta qué es lo que yo hago, el periodismo, para qué sirve.
–Mi trabajo es escucharlos y contar para que más personas se enteren lo que pasa –respondo–. No sé si va a servir pero me gusta creer que sí.
–Contá que nosotros estamos en la lucha y en la esperanza. Que nosotros los indígenas awa guajá protegemos la tierra para vivir, para cuidar a nuestros hijos, para vivir más. ¿No, parientes?–, dice Itaxĩa y todos asienten diciendo “eso, eso”.
–En esta tierra que es nuestra hay fruta, acai, bacuru, miel, agua para nuestros hijos que es lo que precisamos. Los árboles, la tierra, nuestra madre. Si no hay selva se termina el río. La selva es la que lo asegura. El agua es lo que la gente toma pero sin agua la gente tampoco respira. Lo que nosotros estamos protegiendo es eso. ¿No, parientes?
–Si la gente acaba con esto no tiene cómo vivir. Ellos tampoco, aunque no lo entienden.
Hablan hasta el último instante. Es su primera experiencia sin intermediarios con una periodista, y se ven ávidos por decir.
Arapio es otra vez elegido para llevarme de vuelta. Conduce el barco como si no existiera fuerza en contra. Cruza como si hablara con el río. Como si también él fuera parte del agua.
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Ya en el auto le muestro a Maicon las fotos del encuentro.
-Les gustaron los pollos que conseguí, dice mirando una de las pocas escenas que retraté: cuando las familias se repartieron la comida. Si bien por su trabajo con Diogo, el abogado de derechos humanos, está acostumbrado a ir por territorios, le sorprenden los awa guajá.
–Los otros indios que conozco viven más como nosotros. Ellos se ve que no.
Paramos en Auzilândia, ese pueblito pequeño del otro lado de la ruta. Hay una estación de tren pero nada de hoteles ni restaurantes, pocos comercios. El calor es más denso por acá. Estático, aplasta. Pienso en un coco helado.
-Te espero, dice Maicon que no encuentra en este lugar ninguno de los peligros que intuye a cada rato en Alto Alegre.
Me adentro en las callecitas que bordean las vías. Las personas se asoman cuando paso. Pregunto si habrá algún lugar que vendan cocos. Me orientan hacia una esquina, que toque en la puerta verde.
Sale una mujer joven con cara de siesta. Indica que pregunte en la casa de junto, de donde sale un hombre altísimo con el color del río impreso en la piel. Repito lo del coco y su expresión de extrañeza me hace sentir ridícula. “Sí, creo que hay alguno”, dice él y me invita a pasar.
Adentro está su esposa sentada en un sillón rojo de terciopelo. Es una casa sombría repleta de fotos familiares viejas: chicos y chicas en edad escolar. El señor se va hacia el fondo. La señora parece tener unos 15 años más, el pelo todo blanco, los ojos achicados entre arrugas. Viven ahí desde que Auzilândia empezó. Sus hijos, cinco, se fueron todos a San Luis.
-La vida acá es tranquila, salvo por el tren. El tren antes pasaba poquito, ahora pasa a cada rato.
–¿Y qué es lo peor del tren?
–Muchas cosas. El ruido y el polvo de hierro. Hay mucha enfermedad acá. Y no hay médicos. El tren nos arruinó la vida.
Entonces vuelve su marido con un coco y un machete. Dice que estaba alto, me lo entrega recién cortado de la palmera. Intento pagar pero no quieren cobrarme. Me pregunta qué hago por ese rumbo, cuento de mi visita a los awa guajá.
–Ah, los indios –dice el hombre. Escucho el tono de ese “ah”, y se dibuja una frontera, una distancia imposible de sortear–. Son bravos los indios.
Le pido que me abra el coco y él me pregunta si puede tomarme una fotografía.
-Nadie me va a creer si no.
Nos retratamos: él con su machete y sus manos grandes de árbol añoso, yo con el coco que me regaló.
La noche está por cubrir las calles de Auzilândia.
El cielo es azul con una luz apenas dorada, el pasto largo y pálido, los autos viejos, por ahí algún caballo flaco. Maicon espera al final de la cuadra. Busco mi cuaderno y anoto lo único que podré escribir durante varios meses: Nada es verdad salvo la selva que está siendo asesinada.
Investigación periodística y texto: Soledad Barruti
Fotografías: Soledad Barruti y cortesía de la comunidad awa guajá
Edición de texto: Paula Mónaco Felipe
Edición de fotografía: Miguel Tovar
(*) Este trabajo fue realizado con fondos del Amazon Rainforest JournalismFund en alianza con el Pulitzer Center.