La exuberancia vital del alto Amazonas, en la triple frontera de Colombia con Perú y con Brasil, tiene algo de estática. Destila una armonía aparente, aunque esconde en su tranquilidad tensiones múltiples. Aquí, entre los meandros de sus abundantes afluentes, que bajan cargados de vida, donde una biodiversidad excepcional prolifera en la inundación de sus aguas lentas, nada el delfín rosado del Amazonas. Desde tiempos remotos, este mamífero acuático ocupa un lugar sagrado en las cosmologías indígenas, como también lo hace en muchos rincones de la inmensa cuenca amazónica.
También para Lilia Isolina Java Tapayuri, líder comunitaria de la etnia cocama, en el resguardo Tikuna-Cocama-Yagua, el delfín rosado es sagrado. Y ocupa una parte central en su trayecto vital y profesional que la ha llevado a ocupar hoy un papel importante en la conservación de la fauna fluvial de este rincón de la selva amazónica.
Lilia, hace 35 años, nació en la comunidad de San Francisco, a pocas millas al noroeste de Puerto Nariño, sobre el río Loretoyacu, afluente del Amazonas, y desde pequeña se sintió atraída por la fauna del río, que ha marcado tanto el sentido de su espiritualidad como su vida profesional.
En la cosmovisión de los pueblos indígenas del trapecio amazónico, en un mundo dominado por el agua, reina el delfín rosado: una criatura esquiva, a la vez enigmática, inteligente y codiciada. En los últimos tiempos, el delfín se ha erigido en icono de las iniciativas que luchan por conservar el ecosistema y que han llegado también a esta remota región amazónica.
Estos indígenas, reasentados lejos de su territorio de origen en el interior de la selva por las explotaciones caucheras en el siglo XIX, permanecieron al lado del río incluso cuando los precios del caucho se hundieron y se abandonó la esclavización de los indígenas. Con la llegada de misioneros mesiánicos a mediados del siglo XX, abandonaron sus viviendas comunales, consideradas promiscuas por los ministros de la iglesia, y se reasentaron en casas rectangulares unifamiliares con cuartos separados, paredes de madera y techo de zinc.
A pesar de la evangelización, muchos conservaron en su sincretismo fragmentos de su universo místico ancestral, donde el mundo se divide en tres niveles, el agua, el aire y la tierra, pero donde la fauna acuática desempeña un papel central. Y es en este contexto donde, para Lilia, la conservación y defensa de la fauna del río, como el manatí, el delfín, la nutria o el caimán, significa no solo defender la selva y el ciclo biológico del ecosistema, sino los modos de vida de los pueblos indígenas y su espiritualidad.
Pero de toda la rica fauna acuática amazónica, es el delfín rosado el que ocupa un lugar central en el imaginario indígena. Lilia cuenta que este se aparece en las celebraciones rituales como la “pelazón”, un doloroso rito de pasaje consistente en arrancar todo el cabello de las muchachas en el momento en que entran en la pubertad. El delfín se aparece a la comunidad convertido en persona, llevando siempre unos atributos que lo identifican como son un gorro, un reloj de pulsera, un cinturón, o unos zapatos. “En esas reuniones, —prosigue—, el único capaz de determinar quién de las personas presentes sea un delfín es el chamán”. La persona misteriosa, que asiste de incógnito a esos ritos festivos, desaparece de madrugada sin apenas dejar rastro.
“Hasta que un día el chamán”, cuenta Lilia, “les dijo a los dueños de la fiesta: si ustedes no me creen que ese no es una persona sino que es un animal, que es la Yakuruna, la madre del agua, háganme caso: le vamos a hacer tomar toda la chicha, lo vamos a emborrachar. Y empezó la fiesta, y todas las muchachas lo pusieron a bailar y a darle chicha hasta que se emborrachó, y no alcanzó a llegar al río, y se quedó dormido en la orilla. Y cuando empezó a salir el sol, empezó a transformarse en delfín. Y ahí el chamán les dijo: miren, el gorro de esa persona-delfín es una raya; el reloj es un cangrejo: el cinturón es una boa; y los zapatos son unos pescados. Y es así como descubren a la Yakuruna”.
“Y a partir de ahí también descubren que las mujeres que vivían en las orillas de los ríos empezaban a desaparecer”, prosigue con un brillo en los ojos y un timbre de voz algo quebrado por la emoción que le provoca el relato. “Estaban encantadas, estaban en el agua, y la Yakuruna se las había llevado. Se habían enamorado del delfín. Algunas quedaban embarazadas, y los bebés nacían con forma de delfín”.
Lilia tiene una relación muy poderosa con la Yakuruna, y hoy dedica su vida a la defensa cotidiana de un ecosistema sometido a múltiples y continuas pruebas de estrés. Por fortuna, las amenazas de la pesca ilegal, que hace años fuera muy agresiva por la presencia de barcos frigoríficos, en su mayor parte procedentes del Perú, al otro lado del río, y artes de pesca no tradicional que diezmaban la población piscícola muy rápidamente, se han conseguido controlar.
La instalación hace unos años de una balsa a la entrada del lago Tarapoto, destinada a ser estación de control del tráfico de canoas, y desde donde se autoriza su entrada y fiscaliza su salida, ha sido una contribución determinante al trabajo de la conservación de este entorno. Decenas de especies protegidas están siendo monitorizadas, y ella dirige con valentía y autoridad indiscutida las operaciones de la balsa, desde donde se realiza el recuento de la población de distintas especies de peces y mamíferos acuáticos como nutrias, manatíes y delfines.
Una mujer en un mundo de hombres
Pero el camino de Lilia, como el de tantas otras mujeres indígenas, ha sido el de la lucha permanente y la determinación. En medio del patriarcalismo dominante, en un mundo en que la cosmovisión ancestral sitúa a los hombres en el agua y a las mujeres en la tierra, el control masculino acostumbra a ser absoluto. Esto exige a las mujeres una audacia añadida si quieren colarse por una rendija y empezar a trabajar de tú a tú con los hombres.
Y eso es lo que Lilia consiguió gracias a su relación emocional y espiritual con los delfines rosados. Su fascinación, de niña, hizo que en algún momento, animada por su padre, se prestara a colaborar en el cuidado de algunos ejemplares. Y a través de su especial sensibilidad en el cuidado es donde encontró la puerta de acceso a ese mundo, desde siempre intervenido, material y espiritualmente, por lo masculino.
Es notable el cuidado con el que acoge y mima entre sus brazos a un pequeño manatí estresado y desconsolado, que encontraron varado en la orilla unos pescadores y se lo entregaron o para su custodia. Cuenta cómo, de un tiempo a esta parte, a causa del cambio en las condiciones climáticas y la disminución del caudal de los ríos, las orillas se secan con más frecuencia y aparecen crías de manatíes, que quedan varadas lejos del alcance de sus madres.
Lilia abraza y alimenta al pequeño manatí con dedicación y cariño. La escena revela hasta qué punto la relación con la naturaleza y con los seres vivos, no tan distintos de los humanos, es una cuestión de empatía y sensibilidad, dos cualidades demasiado desconocidas hasta hace poco por el universo masculino.
Como el manatí, el delfín es un animal inteligente y poderoso en el agua, pero una vez fuera de ella es un ser absolutamente vulnerable. Requiere hidratación continua, caricias para calmar el tremendo estrés, cuidado de sus pequeñas pupilas poderosas.
Fue ahí, en esos cuidados, por donde Lilia entró. Su abuelo, ya dedicado a la catalogación y protección de la población de delfines, apreció la devoción con la que su nieta miraba al delfín mientras contribuía a mantenerle la cola inmovilizada. Para eso no es necesaria fuerza, sino ternura. Y ese poder de calmar a los delfines es lo que hizo a Lilia ascender en la Fundación Omacha hasta convertirse en la coordinadora del área fronteriza de Puerto Nariño.
Comparte con Aldo Curico, su esposo, esa vocación por el cuidado. Ambos llevan viviendo juntos 13 años, y juntos transmiten sus saberes a sus tres hijos mientras comparten el proyecto de conservación. Lilia ha sumado a Aldo como compañero de lucha ambiental y de protección del territorio. Él conoce las zonas de reproducción de la fauna acuática, y también la acompaña en las largas jornadas dedicadas al cuidado de los animales.
Esto les permite llevar adelante a su familia, y Lila puede compatibilizar su papel como madre de familia y su desempeño profesional como lideresa ambiental, mientras anima a otras mujeres indígenas a hacer lo mismo y a sumarse a la lucha por conservar la fauna y prevenir el cambio climático, que ya está afectando demasiado al territorio.
Pero la lucha de las mujeres indígenas aquí es larga y dura. Como área de una enorme belleza natural, esta tierra tikuna ha sido sometida recientemente a la explotación turística, lo que ha traído una cierta prosperidad, sin duda, pero a la vez ha hecho proliferar actividades ilícitas de toda índole. Las más dolorosas y perversas tienen que ver con la trata de niños, la prostitución infantil y de jóvenes indígenas adolescentes, asaltadas por turistas y otros tipos sin escrúpulos.
En el último año fueron detenidos en Puerto Nariño varios sujetos implicados en tráfico y la explotación sexual de niñas y adolescentes colombianas, peruanas y brasileñas. La porosidad de la frontera, y la facilidad para cambiar de jurisdicción nacional en 15 minutos de canoa al pasar de un lado a otro del río, favorece la impunidad ante el delito.
Lo mismo ocurre con el tráfico de madera, obtenida de forma ilegal. No parece que sea una actividad a gran escala, pero lancha tras lancha, la madera baja por el Amazonas, cruzas fronteras, rompe regulaciones. O con la pesca del pirarucú, un gustoso pescado amazónico, que aunque está prohibida en Colombia durante unos meses de veda, no lo está en Brasil ni en Perú. En consecuencia, el pescado acaba consumiéndose igualmente de este lado de la frontera, siendo prácticamente imposible determinar su nacionalidad.
La incontrolable fuerza de la covid-19
Pero la enfermedad de la covid-19, que ha llegado con toda su incontrolable fuerza en la Amazonía, ha añadido aún más incertidumbre a estas dinámicas, ya de por sí demasiado complejas. Más de 350 muertes y casi 15.000 contagiados (datos a 30 de julio) son el preludio de lo que puede acabar sucediendo en el territorio fronterizo donde habita Lilia y su familia.
Además, la restricción de movilidad ha hecho que los controles ambientales sobre los afluentes hayan disminuido notablemente. Ahora, el reto como comunidad ha sido protegerse para evitar la propagación del virus. “Al principio fue una pesadilla para nosotros, sobre todo por escuchar que era una enfermedad que no tenía cura, pero nos estamos tratando a base de hojas y cortezas de las plantas”, dice Lilia, aferrada a su fe en los saberes ancestrales y al espíritu de lucha de estas comunidades indígenas para quienes, desde los tiempos de la conquista, resistir es existir.
A pesar de todas las inseguridades de este territorio lejano, Lilia está determinada a defender la selva y el rico mundo acuático que la habita, jornada tras jornada, y al cabo de algunos días entrega al pequeño manatí para que lo lleven hasta Leticia, capital de la región transfronteriza, donde cuentan con mejores instalaciones para cuidar de él.
Los chamanes dicen que entrar al agua es como levantar un telón y alcanzar el otro lado. Es como atravesar la puerta a otro mundo, como se hace también a través del yagé (ayahuasca). Y Lilia sabe que ese mundo se aleja de estos territorios a una velocidad ya inalcanzable.
A pesar de todo, Lilia sabe también que existe, todavía, una oportunidad para que el agua, la fauna y el bosque tropical. Por eso sigue en pie. Esa es su lucha.
Este reportaje pertenece a la serie sobre defensores de los bosques que se puede ver completa en este enlace. La serie comenzó en Brasil y Ecuador y ahora sigue en Colombia. Es un proyecto de openDemocracy / democraciaAbierta y ha sido realizado con el apoyo del Rainforest Journalism Fund del Pulitzer Center.