Desde las alturas, la imagen que la ciudad amazónica de Sinop ofrece de sí misma trae a la memoria las formas geométricas que el colonialismo grabó en el mapa de África. Los ocráceos campos de soja y maíz, que se expanden hasta el infinito, colindan con dehesas ganaderas y áreas de selva en confines perfectamente rectilíneos. Es un paisaje que se repite por cientos de kilómetros hacia el norte, hacia el corazón de la selva, en una metáfora visual que resume los cambios radicales vividos por la región en las últimas décadas.
Quien conoce la historia de Sinop, una urbe fundada durante la primera mitad de la década de 1970, al norte del estado amazónico brasileño de Mato Grosso, explica que estos campos de cultivo simbolizan la victoria del inmigrante pionero sobre la naturaleza más indomable. El área donde yace hoy este municipio con aeropuerto propio y calles asfaltadas era, hace apenas cuatro décadas, un espeso manto de Amazonía habitada por jaguares, anacondas y especies de árboles centenarios. Hasta que comenzaron a llegar los colonos incentivados por la política de apertura de fronteras de la dictadura militar brasileña (1964-1985).
“Hubo una revolución”, asegura orgulloso Daniel Brolese, secretario de desarrollo económico de la alcaldía de Sinop. “Aquí, la gente, para sobrevivir, enfrentó la mayor dificultad que un ser humano puede enfrentar”, asevera este hombre en referencia al aislamiento, las epidemias causadas por enfermedades como la malaria o la fiebre amarilla, y la inexistencia absoluta de servicios básicos.
El pueblo, al inicio un enclave polvoriento y desolado, fue creciendo con el paso de los años al calor de la industria de la madera, pues las reservas abundaban (Mato Grosso significa bosque grande en portugués). El flujo continuo de colonos, sobre todo campesinos procedentes de otras áreas de Brasil que se embarcaron en la aventura de una vida en la Amazonía porque buscaban tierras baratas, acabó por transformar aquella villa en una ciudad.
Pero sería ya en el siglo XXI cuando Sinop viviría una segunda transformación radical. En 2004, con el endurecimiento de las leyes ambientales del Gobierno de Luiz Inacio Lula da Silva para frenar la tala ilegal, “el municipio se reinventó”, dice Brosele. De esta forma alude a la transición de la economía maderera local a una basada en la industria agrícola con cariz exportador. Una mutación que hizo de Sinop uno de los ejemplos económicos más exitosos —si no el que más— de la reciente historia de la colonización humana de la gran selva tropical del planeta.
Basta darse una vuelta por la ciudad para percibir en qué se traduce la ingente producción local de soja, maíz o carne bovina. Las boutiques venden relojes, gafas de sol y chocolates de marcas internacionales en avenidas donde transitan coches de lujo importados de Europa y Estados Unidos; los restaurantes ofrecen comida italiana, japonesa y cortes de carne de primer nivel a precios de capital europea; las urbanizaciones amuralladas y vigiladas las 24 horas del día exhiben lujosas casas que recuerdan a las de Palm Springs, en California, con sus aceras cuidadosamente ajardinadas y sus áreas comunes con piscinas, campos de futbol y gimnasios. La epidemia de coronavirus también ha llegado a la ciudad, pero, a diferencia de otras regiones de Brasil, uno de los países donde se teme que mayor incidencia tenga la covid-19, las autoridades locales han puesto en marcha campañas de tests rápidos y desinfección de calles.
En definitiva, de ser un pedazo de jungla olvidado en una zona de transición entre la sabana (cerrado) y la Amazonía, Sinop es hoy una próspera ciudad de Brasil, con una renta per cápita superior en casi el 40% a la media del país. “Lo que impulsó todo esto fue la agricultura, con la soja como elemento central”, dice Brolese. “Y tenemos potencial para crecer mucho más”, remata.
Hacia China en tren
Uno de los empresarios que encarnan el éxito de Sinop y la voluntad de seguir creciendo es Neri José Chiarello. Según él mismo explica, llegó con su familia en busca de “tierras baratas” y hoy cultiva 32.000 hectáreas en la que produce 130.000 toneladas anuales de soja y otras 150.000 toneladas de maíz (la tierra es aquí tan fértil y la lluvia tan abundante que se pueden recolectar hasta tres cosechas anuales).
Visitamos una de sus fincas, donde varios silos almacenan el grano a la espera de que una retahíla de camiones tráiler de doble remolque cargue la producción y la lleve hacia el norte por la única carretera, la BR-163. Se trata de una vía de un carril por sentido que corta la selva brasileña hasta toparse con la orilla sur del río Tapajós, uno de los afluentes más importantes del río Amazonas. Una vez llegada allí, la soja es cargada en barcazas que surcan el Tapajós hasta su desembocadura en el Amazonas, donde la leguminosa se transfiere a buques transatlánticos que la llevan directamente a Europa y China.
No cabe duda de que Chiarello tiene orgullo de su empresa (en su Instagram, las fotografías de las inmensas plantaciones compiten en popularidad con las de las vacaciones familiares). Pero no ha sido fácil que Chiarello acepte ser entrevistado para este reportaje, e incluso no se dejará fotografiar. En esta capital de la agroindustria amazónica, los ánimos de los empresarios andan revueltos con la prensa tras las críticas al Brasil de Jair Bolsonaro por los incendios que arrasaron amplias áreas de la Amazonía el año pasado.
“Yo vivo en la Amazonía y no vi ningún fuego”, lanza Chiarello. “Lo que pasó es que en la estación seca hubo focos de incendios accidentales”. Las imágenes de satélites, analizadas por decenas de científicos de todo el mundo, no dejan sin embargo lugar a dudas: en 2019 hubo 89.000 incendios en la Amazonía brasileña, un 30% más que el año anterior. La deforestación, también captada por imágenes desde el espacio, alcanzó el mayor índice de la última década: más de 10.000 kilómetros cuadrados, es decir, una superficie algo menor que Navarra.
Y lo que está por venir parece que será todavía peor: datos preliminares indican que de enero a abril la deforestación amazónica aumentó un 55%, mientras la extensión de selva arrasada en 12 meses rozaría los 12.000 kilómetros cuadrados. Incluso en plena pandemia, el Gobierno de Bolsonaro solo ha actuado para fomentar la destrucción. El ministro de Medio Ambiente, el polémico Ricardo Salles, defendió en una reunión del consejo de ministros aprovechar que la prensa está volcada con la cobertura del coronavirus para aprobar sin hacer ruido el desmantelamiento de normas que impiden la deforestación.
Aunque no todos los ganaderos y sojeros defienden estas posiciones, no cabe duda de que en el corazón de la agroindustria brasileña hay malestar por lo que consideran un trato injusto con Brasil y su política en la Amazonía. Primero, porque los agricultores en la Amazonía deben, por ley, salvaguardar al menos el 80% de sus propiedades en forma de reserva forestal (algo que no siempre sucede). En segundo lugar, porque la demanda de China —el gran comprador de materias primas, leguminosa y carne— puede generar un nuevo ciclo de prosperidad para un país azotado por el desempleo y la crisis económica que viene de lejos pero que solo se ha acelerado con el parón del coronavirus. La visión local es de que se critica a Brasil internacionalmente con la intención de frenar el avance de un gigante que ya exporta más de 90.000 millones de dólares anuales de productos agrícolas (es el tercer mayor vendedor mundial, tras la Unión Europea y Estados Unidos).
Pero no solo la cuestión medioambiental es un desafío. Para seguir creciendo, hay que invertir en logística, dice Chiarello, pues las condiciones para expandir la producción ya existen. Mato Grosso, que produce nada menos que 9% de la soja mundial y suma 30 millones de cabezas de ganado por apenas tres millones de habitantes, todavía tiene capacidad para aumentar la producción a tasas de dos dígitos. Este año, de hecho, la cosecha de soja en el Estado debe batir un nuevo récord.
“El Gobierno de ahora [de Bolsonaro] tiene una visión estratégica” para hacerlo posible, asevera Chiarelli. Un ejemplo de ello son los militares que vemos a lo largo de la BR-163, quienes por orden de Bolsonaro tapan con asfalto los últimos agujeros de una ruta que, hasta la llegada al poder del mandatario, se veía colapsada cuando llegaban las lluvias por no estar asfaltada. La BR-163 era un lodazal tan pegajoso como la crema de cacahuete y una ruina económica para miles de camioneros transportando soja. Ahora, con el asfaltado concluido, es una de las promesas cumplidas por Bolsonaro.
En el corazón de la agroindustria brasileña hay malestar por lo que consideran un trato injusto con Brasil y su política en la Amazonía
Pero Chiarelli también se refiere a la Ferrogrão o el tren del grano. Se trata de un polémico proyecto de ferrocarril que, con una inversión de 3.000 millones de dólares y 933 kilómetros de longitud, enlazaría las llanuras de soja de Sinop y Mato Grosso con el río Tapajós a través de la selva. La construcción de la vía férrea, cuya licitación está prevista para el primer trimestre de 2021, ha sido considerado un proyecto “estratégico” por el Ejecutivo de Bolsonaro. Ni siquiera las turbulencias económicas por la pandemia afectarán los planos del Gobierno, según el ministro de Infraestructuras, Tarcísio de Feitas.
De concretarse, pues el proyecto lleva años sobre la mesa, pero no había inversores ni financiación, la Ferrogrão permitiría, por un lado, mover 40 millones de toneladas suplementarios hacia el norte, hacia el corazón de la selva, por donde sería exportada por la cuenca del río Amazonas. La infraestructura también abarataría el flete en un 40% respecto al actual transporte en camión, lo que colocaría la soja brasileña a la par en competitividad con la estadounidense. Se trata de una cuestión estratégica que gana importancia por la escalada entre Estados Unidos y China, país que quisiera reducir drásticamente sus compras de soja y carne de cerdo procedentes del país norteamericano.
Los productores brasileños se frotan las manos, pero no todos en la región lo ven con los mismos ojos. Grupos indígenas y activistas socioambientales temen que la Ferrogrão y el empuje de la demanda asiática no supongan el advenimiento de un nuevo ciclo de prosperidad, sino de miseria y deforestación. Más al norte, en el área del trazado de la ferrovía que corta el estado amazónico de Pará, muchos se mantienen escépticos sobre la promesa de mejora por medio de grandes proyectos de infraestructura que benefician sobre todo a la industria agrícola.
En nuestro próximo destino, la ciudad de Novo Progresso, considerada por muchos un “salvaje oeste” amazónico, los indios kayapó, que está en aislamiento voluntario para evitar ser contagiados por coronavirus, ya se preparan para una eventual batalla contra “los blancos” para evitar que el tren eche por tierra sus sueños de mantenerse en la jungla de sus ancestros.