Un recorrido por algunos de los rincones más remotos de la Amazonía peruana deja varias lecciones para el futuro
Al este de la Amazonía palpitan los bloques de selva con mayor concentración de grupos indígenas en aislamiento voluntario del planeta; pueblos que hace un siglo se refugiaron en los rincones más inaccesibles de la selva huyendo de la esclavitud en explotaciones de caucho. Desde entonces, viven de forma autosuficiente, fuera de la economía de mercado, los bienes de consumo y las abstracciones del Estado nación; transitando entre Perú y Brasil por sendas que ahora invaden narcotraficantes, en tierras cercadas por pescadores ilegales y codiciadas por madereros y mineros. A pesar de todo, sus territorios siguen estando entre los mejor conservados de la cuenca y son prioritarios para el clima, la biodiversidad y la seguridad alimentaria global, los tres grandes retos de una década que determinará el futuro del planeta.
Para la sociedad mayoritaria, dependiente del dinero, los móviles y los combustibles fósiles, las preguntas son muchas: ¿cómo viven los últimos pueblos aislados de la Tierra? ¿Cómo es compartir territorio con ellos? ¿Cómo les fue a quienes establecieron contacto con el mundo exterior hace unas décadas?
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Este diario ha recorrido algunos de los rincones más remotos de la Amazonía peruana para hablar con los indígenas matsés que salieron del aislamiento en 1969, y para documentar la convivencia entre un asentamiento de colonos yine y los mashco piro: los primeros, nietos de esclavos que mataron al patrón cauchero y huyeron al sur; los segundos, descendientes de otros hablantes de lengua yine que habrían optado por adentrarse en el bosque, convirtiéndose en el pueblo aislado más grande de Perú.
Este medio ha viajado también a la ciudad amazónica de Pucallpa para conocer a una nueva generación de isconahua, un grupo contactado por la fuerza hace medio siglo y abandonado en los márgenes de la sociedad; sin voz en las decisiones que les afectan, pero decididos a cambiar su suerte. Y enhebrados en estos relatos, investigadores españoles, un obispo oriundo de León y Gustave Eiffel. Tres pueblos indígenas, tres historias y muchas lecciones para el futuro de la Amazonía.
El extraño regreso de los mashco piro
En el suroeste de la Amazonía peruana, una comunidad de colonos del pueblo yine está viviendo un fenómeno sin precedentes y, por el momento, sin explicación. Desde principios de año, miembros del mayor grupo indígena en aislamiento voluntario del país están entrando a hurtadillas en sus plantaciones. Se deslizan sigilosos y de puntillas, con machetes romos birlados años ha a madereros ilegales, y se retiran cargando racimos de plátanos maduros. Antes de fundirse en el bosque, dejan ramas cruzadas a modo de barreras simbólicas: “No nos sigáis”. La primera es un aviso. La segunda, un recordatorio. La tercera, la última oportunidad de dar media vuelta. Los vecinos de Monte Salvado han aprendido a respetarlas.
En 2010, un grupo de lugareños andaban buscando el árbol idóneo para hacer una canoa, esencial para desplazarse en el paisaje anfibio de la selva. Por el camino, se saltaron tres de esas señales de prohibido el paso. Comprendían su significado, pero no les dieron importancia. Cuando regresaban, llegando ya a la vera del río Piedras, el adolescente que encabezaba la comitiva se desplomó. Una flecha de bambú, saliendo a más de 150 kilómetros por hora de un cañaveral, le acababa de atravesar el abdomen. La punta medía 25 centímetros. Contra todo pronóstico, sobrevivió. Su vida nunca ha vuelto a ser la misma, pero no guarda rencor a los aislados que le flecharon.
“El ataque de un jaguar no es cruel, y el suyo tampoco lo fue”, afirma Vargas, hoy un reflexivo joven de 27 años que parece acumular varias vidas a sus espaldas. “Los mashco piro son personas como tú y como yo, y han sufrido mucho a manos de los madereros ilegales… Dispararon porque debían de pensar que nosotros también les queríamos hacer daño”.
Hace un siglo, los mashco piro se retiraron a las cabeceras de los ríos para escapar del sometimiento en campamentos caucheros como el que se erguía en torno al actual asentamiento de Monte Salvado. La fiebre del caucho pasó, pero en la década del 2000, llegaría la de la caoba y la del cedro. Los precios internacionales para estas maderas de lujo atrajeron a miles de madereros ilegales a la reserva Madre de Dios, creada para proteger a los aislados.
Un cuerpo en la arena
Durante el boom de la madera, un entonces policía comunitario y antiguo maderero de Monte Salvado se vio al cargo de una extraña misión: recuperar el cuerpo de una chica aislada que había sido asesinada y enterrada de forma somera en una playa del río Piedras.
“A mediados de los 2000, los madereros contrataron a 22 mercenarios para matar a calatos [término despectivo para “aislados”] en la Reserva Madre de Dios”, explica un experto local en pueblos aislados, quien pide proteger su identidad por miedo a represalias. Después de rematar a la chica, los secuaces siguieron sus huellas bosque adentro para liquidar a otros miembros del grupo, relata. Cuando el bote del policía comunitario llegó a la playa, la crecida del río amazónico ya se había llevado el cuerpo. A partir de ese momento, los eventos se precipitaron: habitantes aislados atacaron a los madereros en las llamadas matanzas de quebrada Perro y quebrada Seca (dos riachuelos selváticos); el presidente de la Federación Nativa del Río Madre de Dios y Afluentes (Fenamad) clamó ante las Naciones Unidas contra la invasión de la reserva; los precios de la caoba se desplomaron en los mercados globales y, en 2008, los madereros fueron migrando en busca de actividades más lucrativas, como la minería ilegal.
Esa invasión pasó, pero el renovado trauma de los mashco piro transformó su relación con los colonos de Monte Salvado, una aldea fundada en territorio de aislados poco antes del auge maderero. Con el incidente a orillas del río Piedras en 2010, Nilo Vargas se convirtió en el primer miembro de la comunidad en resultar herido con flechas (“picado”, se dice allí). En 2017 y 2019 hubo otros incidentes. Luego, los mashco piro desaparecieron de las inmediaciones de Monte Salvado. Hasta este enero.
Monte Salvado tiene un plan
Miércoles 7 de junio de 2023. En su despacho, un experto de la federación indígena Fenamad consulta su móvil. Notificación. La envía el puesto oficial de control y vigilancia de Monte Salvado, cuyo objetivo es evitar el acceso de terceras personas a la reserva Madre de Dios y manejar la convivencia entre grupos aislados y comunidad. Informe: “Vilma C., en el momento que estaba recogiendo leña atrás de la chacra [huerto] de Romuel P., ha avistado un PIA [persona indígena en aislamiento]. Al darse cuenta de la presencia de varios PIA, ha salido corriendo de inmediato”. A principios de año, Vilma ya había tenido un encuentro fortuito con un mashco solitario que se estaba llevando su yuca. Hicieron contacto visual y él, al parecer tan sorprendido como ella, se evaporó en el bosque.
El de Monte Salvado es uno de los siete puestos de vigilancia que la Fenamad creó en la Amazonía sur y que ahora comparte con el Ministerio de Cultura, responsable estatal de la materia. Los agentes patrullan a pie y en bote alrededor de la comunidad; mantienen un registro diario de avistamientos e indicios de la presencia de aislados; y lo notifican a los lugareños, a la federación indígena y a las autoridades. Ante un rastro de mashco piro, la consigna es clara: dar media vuelta y esperar cuatro días antes de regresar. Y si los aislados han dejado señales de prohibido el paso, respetarlas.
“Desde hace meses, un grupo de mashco está entrando semanalmente a nuestras chacras, a veces, cada dos días, pero no sabemos el porqué de este cambio en sus patrones de movimiento”, explica, atónito, el agente Belizario Sebastián. “Les reconocemos de años anteriores por sus huellas: uno de ellos tiene un pie lastimado”, precisa durante un patrullaje en huertos de yuca y de papaya.
Los mashco piro son el pueblo aislado más visible de la Amazonía peruana, sobre todo, desde que más de un centenar de miembros se congregara frente a la aldea en 2013 para pedir plátanos y sogas en una variante de la lengua yine. En otros lugares se ha documentado la presencia de aislados, pero se desconoce su etnia y nadie ha podido conversar con ellos.
A su vez, Monte Salvado es la comunidad con más avistamientos de aislados de la Amazonía peruana. Los agentes vetan el acceso de pescadores ilegales a la reserva, los lugareños adaptan sus hábitos de caza para no interferir con los aislados —a sabiendas que son ellos quienes se asentaron en su territorio y no al revés— e incluso los niños saben qué hay que hacer cuando oyen “¡mashco!”: mantener la calma; dirigirse a la casa de seguridad pegada al puesto de vigilancia; y acurrucarse bajo las picas de la cocina, junto con sus adoradas crías de mono araña. “Si no te da tiempo a salir de casa, tapas las ventanas con mantas o colchones para que [en el peor de los casos] no entren flechas”, explica Kasumi, una alegre y avispada niña de siete años, durante un simulacro. Todo lo que se puede prever, está previsto: un agente para comunicarse en lengua yine con los nomole (hermanos), personas para documentar el evento con fotos y videos y un encargado de cambiar la contraseña del sistema de internet satelital del puesto para que solo el agente responsable pueda difundir información verificada.
Colaboración transfronteriza
Los aprendizajes de Monte Salvado ya están ayudando a otras comunidades en el lado brasileño de la frontera. El año pasado, agentes de vigilancia de la federación indígena Fenamad viajaron al sur de Brasil, también tierra de mashco piro, para compartir sus experiencias con comunidades locales y la ONG CPI-Acre. “Al cabo de unas semanas, los mashco aparecieron al otro lado del río, pero los comuneros ya sabían cómo actuar,” explica el experto en pueblos en aislamiento de la Fenamad, Israel Aquise.
Con el reciente cambio de Gobierno en Brasil, uno de los objetivos de Aquise es retomar las conversaciones binacionales con ONG y autoridades que quedaron en suspenso con la toma de poder de Jair Bolsonaro. La idea es construir puestos de vigilancia a ambos lados del río Acre y garantizar que trabajen de forma coordinada, dada la naturaleza transfronteriza de los aislados y de las amenazas que se ciernen sobre ellos.
La misma tendencia se da unos centenares de kilómetros más al norte, allí donde el río Yaquerana separa la región peruana de Loreto del brasileño Vale do Javarí. La organización indígena UNIVAJA y la Organización Regional de los Pueblos Indígenas del Oriente (ORPIO) se reunieron en junio con cargos del Gobierno en Lima para, entre otras cosas, instar a ambos Estados a coordinar puestos de vigilancia. “Los problemas a un lado y otro del río son idénticos”, resume el miembro de UNIVAJA Manoel Chorimpa. Entre ellos está la pesca ilegal, el avance del narcotráfico y la impunidad frente al acoso y el asesinato de defensores indígenas y ambientales. Ni Perú ni Brasil han ratificado todavía el Acuerdo de Escazú, un tratado pionero por el que los Estados de América Latina se comprometen a proteger a los defensores de la Tierra en la región del mundo más letal para estos activistas.
El hombre que conversa con aislados
“Todos los que lleváis esto [señalando la ropa] sois malos”. Esta es una de las primeras frases que Damián oyó de boca de un hombre mashco piro, uno escuchando desde el mirador fluvial frente a un puesto de vigilancia, el otro proyectando la voz desde la orilla opuesta del río. Damián, un indígena yine tan extraordinario como discreto, habla bajo seudónimo por la naturaleza sensible de su trabajo en favor de los aislados junto con entidades indígenas, autoridades y antropólogos.
Cada verano amazónico, cuando baja el nivel de las aguas, los aislados descienden desde las cabeceras de los ríos hacia las playas para recoger huevos de tortuga taricaya, una fuente primordial de grasa y proteínas. Uno de estos grupos ha establecido una relación especial con Damián. Ellos le llaman “lobo de río” por su habilidad como pescador, y él conoce sus colores favoritos: rojo y negro, los colores naturales del huito y el achiote con los que se pintan el cuerpo. A distancia, los mashco le explican cómo cazan, pero se cuidan de no dar detalles sobre dónde o cómo viven. Después, sus cuerpos desnudos y musculosos se desvanecen de nuevo en la maraña del bosque.
La primera vez que Damián se comunicó con personas aisladas al otro lado del río, la adrenalina del momento dejó paso a la conciencia de una humanidad compartida. Con el tiempo, jóvenes mashco piro le acabarían contando cómo habían llorado alrededor de un portentoso árbol derribado por madereros ilegales. Solían comer la fruta de ese árbol.
Una secta evangélica planeaba arrancar a jóvenes mashco piro de la selva tentándolos con regalos, cuenta, en contra de normas nacionales e internacionales que reconocen el derecho de los aislados al no contacto y a la autodeterminación. “Una vez hayan probado la sal y el azúcar, ¿cómo vais a seguir proveyéndolos?”, les dijo Damián, recordando que, en otros lugares, supervivientes del contacto forzado vivieron preguntando por qué les habían sacado del bosque solo para abandonarlos.
Después del primer contacto
A los isconahua les contactó un grupúsculo evangélico de Estados Unidos. Tenían avionetas, megáfonos y guías de la misma familia lingüística. Algunos isconahua murieron al volcar las canoas que les alejarían, para siempre, de la montaña sagrada en la que se refugiaban. Otros sucumbieron a dolencias del mundo exterior para las que no tenían inmunidad, como enfermedades diarreicas y respiratorias. Medio siglo después, los que sobrevivieron siguen atrapados en un estado de provisionalidad permanente: sin una tierra que puedan llamar realmente suya, sin voz en procesos políticos, con solo un puñado de personas que hablan con fluidez la lengua, pero sin medios para enseñarla en las escuelas públicas.
Según el Gobierno peruano, los isconahua siguen en la categoría de indígenas en contacto inicial, que sugiere que no están organizados ni preparados para participar en la toma de decisiones que les afectan. El Estado es responsable del bienestar de estos pueblos, pero aún tiene que desarrollar políticas que faciliten su integración y den salida a las demandas territoriales para su subsistencia y continuidad cultural.
“El Gobierno se centra en las personas aisladas, pero ¿qué ocurre cuando establecen contacto?”, se pregunta el joven isconahua Félix Ochavano. “Nos abandonaron en los márgenes de la sociedad. Han pasado décadas, pero continuamos sintiéndonos invisibles”. Un sentir compartido con grupos como los chitonahua, que han ido de un lugar a otro hasta embarrancar en un terruño prestado por otro pueblo indígena cerca de la frontera con Brasil; un lugar demasiado pequeño para cazar y pescar y demasiado provisional para desarrollar otras actividades económicas.
Pueblos como los isconahua son una fuente de fascinación para investigadores de todo el mundo, que no pueden estudiar a sus parientes aislados por el principio de no contacto recogido en el marco jurídico nacional e internacional. “Nos suelen tratar como a una curiosidad académica que hay que investigar antes de que se extinga”, dice William Ochavano, hermano mayor de Félix. “Son muchos quienes nos han analizado como objetos de investigación lingüística o antropológica, pero pocos quienes se preocupan por nuestras necesidades en materia de salud, educación, empleo o representación política”.
Los Ochavano representan una nueva generación de isconahua. De pequeños, otros niños se mofaban de ellos al grito de “¡eh, isco!”. De adultos, se tropezaron con el menosprecio de una retahíla de burócratas, e incluso de profesores, que les decían a la cara que los isconahua ya no existen. Hace años lograron titular un pedazo de tierra, Chachibai, con la mala fortuna de que el título también está a nombre de un clan local de madereros del pueblo shipibo que busca vender el territorio. El caso está ante la Justicia.
William y Félix Ochavano, que se han formado como maestro e ingeniero respectivamente, están cansados. Hartos de papeles, de calumnias y de juzgados; hartos de mandar cartas al ministerio, al Gobierno regional, al tecnócrata local, a organizaciones indígenas de aquí y de allá. Están agotados, pero les puede el fuego acumulado durante décadas de sumisión, burla y desprecio en los escalones más bajos de la sociedad. Los hermanos han creado la primera organización destinada a representar los intereses del pueblo isconahua ante autoridades regionales y nacionales. Ya han puesto los cimientos de un centro cultural, y se proponen reunir a representantes de todos los grupos indígenas en contacto inicial del distrito de Ucayali, donde hay unas 200 personas con esa condición. El objetivo es abordar conjuntamente problemas comunes e impulsar políticas de acompañamiento para sus comunidades, y para los paisanos aislados que, en un futuro, podrían enfrentarse a lo mismo que ellos: la vida después del primer contacto.
Lecciones de supervivencia en la selva
A medida que se acercan al final de sus vidas, los ancianos matsés, que habían vivido aislados, sienten la urgencia de compartir recuerdos que hasta ahora habían guardado para sí. Salomón Dunu Uaqui Moconoqui y otros tres ancianos se preparan para adentrarse en el bosque con una nueva generación que, según dicen, está perdiendo las habilidades para sobrevivir en la naturaleza. Sin duda, algo ha cambiado.
En sus cestos de hoja trenzada, están las pocas pertenencias de los grupos seminómadas —antorchas de resina, salabardos para pescar, hamacas de fibra de palmera, ollas de cerámica— y otros objetos de la vida después del contacto, como camisetas del Fútbol Club Barcelona y botellas de InkaCola. Del mismo modo que vivían estos ancianos hasta 1969, viven hoy los grupos que siguen en aislamiento como estrategia de supervivencia, pero también como forma de vida; algunos de ellos, en la vecina Reserva Indígena Yavarí-Tapiche.
Salomón Dunu Uaqui Moconoqui y compañía demuestran cómo se escondían entre las hojas; como huían de puntillas y en fila india; cómo dejaban a un hombre en la retaguardia para borrar los indicios de su paso —ramas dobladas, plantas pisadas, huellas en el barro— y despistar a sus perseguidores. Para comunicarse sin despertar las sospechas de los “mestizos” [no indígenas] asignaban el sonido de un animal a cada persona. Cuando avistaban un invasor o se enfrentaban algún peligro, se avisaban unos a otros imitando el sonido correspondiente. De repente, en plena imitación, un estallido de risas en el bosque. “Les están respondiendo un mono y una perdiz de verdad”, explican los jóvenes, desternillándose. Los aislados con quienes comparten áreas de caza hacen lo mismo hasta el día de hoy, con tanta perfección que solo los auténticos moradores de la selva pueden distinguir si se trata de humanos o de animales. Por ello, los testimonios de indígenas como los matsés son un primer paso indispensable para acotar y proteger los territorios de los grupos aislados; un ejercicio que ahora enfrenta una campaña de desprestigio de las voces indígenas que conviven con aislados por parte de empresarios negacionistas.